domingo, 7 de junio de 2009

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Dos capítulos de muestra

Resumen:
Un niño de siete años y su hermanita de cinco son testigos del asesinato de sus padres. Contraria a tantos relatos de suspenso sicológico que presentan ejemplos de personalidad múltiple, esta novela muestra dos seres que se funden en uno solo y único. Anastasia y Ángelo, luego del trauma que afectó sus vidas convirtiéndolos en dos seres completamente excluyentes hacia el resto de la raza humana, durante veintiún años se cultivan como guerreros aptos para defenderse del hostil mundo, se educan para vincularse a las personas objeto de su odio y, por medio de macabro juego en que les manipulan como fichas sobre un tablero, van acabando con cada una de ellas de la manera más inteligente y despiadada. En ese proceso se enamoran de Tatiana, la hija de sus víctimas y peores enemigos, y, sin dejarle conocer su oscura parte vengadora, con toda la sutileza de una seducción elevada al nivel de Arte, la rinden de forma que ella se apasiona por ambos, y resulta incluida en el enfermizo pacto que une a los hermanos y que se basa en el Manifiesto de Lealtad legado por su madre asesinada. De esa extraña unión triple nace y crece Anastiana, bella joven que, por medio de documentos escondidos que registran el desarrollo del juego letal, se entera de los hechos y del verdadero carácter criminal de sus seres más queridos; los mismos que siempre había conocido y admirado como ejemplo de honestidad y bondad. Agobiada por el dolor ante el peso de tan horrenda revelación, pide ayuda a quien con ella se ha comprometido, para, antes de formalizar su relación de pareja, despejar las dudas entre callar los crímenes y resignarse a vivir en un mundo de falsedad, o denunciar los hechos y destrozar a las personas a quienes más ha amado.




Capítulo 1

Anastiana

2006.
Ya eran cinco años de vida diferente, sin trajín ni tedio, sin temor a las carencias ni atracción por los excesos. De equilibrio entre las vivencias buenas y las malas. Cinco años excelentes, justos a mi edad, después de cincuentaicinco intensos, inciertos y extenuantes, pero también justos a cada edad; balance a favor.
Durante esos cinco años alterné unos meses en mi apartamento de la ciudad, en los que buscaba, me documentaba, investigaba y escogía, con otros en “Victoria de Ló”, en los que creaba, escribía, me gratificaba en la plenitud de Dani, y me relajaba en la complicidad de Vica. Con ellas el máximo logro era la dicha sin euforia, y el máximo fracaso era el desacuerdo sin dolor, es decir, los parámetros dentro de los que puede existir la paz. Era un estado que no habíamos buscado, simplemente nos llegó, gracias a que entre nosotros de manera espontánea, por química, o por destino, se dio la autenticidad; ésa que es imposible encontrar de otra manera, porque buscarla o querer propiciarla significa no entenderla. Teníamos un universo aparte, yo era la única persona sobre el planeta que conocía todos sus secretos, y en la misma forma ellas eran las únicas que conocían hasta el último y más íntimo detalle de mi vida. Cómo disfrutábamos el saber que sólo entre nosotros podíamos ser como éramos, y lo fuimos; todavía lo somos, y todavía lo disfrutamos. Claro que ese estado era razonable entre personas de los cincuentaicinco años de Dani y los sesenta míos, cuando es fácil identificar el momento ideal, dedicarse a cultivarlo y mantenerlo y no desear ni esperar nada más, pero teníamos la expectativa de los veinticuatro de Vica, cuando lo natural es querer moverse y construir el mundo propio.
Esa expectativa que nunca llegó a afectar, ni siquiera llegó a ser inquietud, fue resuelta cualquier día de forma rápida y sencilla.
Desde el semestre anterior, para atender con toda la dedicación el último año de sus estudios de Bellas Artes, Vica se había comprado un minúsculo pero encantador apartamento en Bogotá, cerca a la universidad, y los viernes en la noche regresaba a pasar los fines de semana en “Victoria de Ló”. Una de esas veces, al salir a recibirla al balcón del portal, vimos que bajaba del carro acompañada de otra joven que ni Dani ni yo conocíamos, pero supusimos que era la única persona a la que en alguna ocasión se había referido como “una amiga”. Para mí fue algo raro porque era la primera vez que veía que alguna de las dos traía a alguien extraño sin haberlo anunciado. Para Dani fue sorprendente, porque desde su llegada hacía veintidós años, cuando Vica tenía apenas dos, nunca permitieron el ingreso de nadie que no hubiera superado una serie de filtros de seguridad. Yo mismo, aunque venía respaldado con una referencia absolutamente confiable, antes de que me dejaran conocer a las Graham había sido objeto de minuciosa investigación.
Para borrar mi expresión de extrañeza por la inesperada visita, a Vica le bastó el abrazo, el beso en la mejilla y el guiño de un ojo. Para borrar la de desconcierto de Dani, además de abrazo y beso, su hija necesitó de cinco segundos de la penetrante mirada con la que, por medio de esa telepatía comprensible sólo para ellas, le informaba sobre su concepto y sentimientos acerca de las demás personas. Cuando vi que sin decir palabra el gesto incierto de Dani cambiaba a sonrisa de agrado, entendí que la visitante era plenamente aceptada.
—Les presento a Anastiana —dijo Vica.
Anastiana tendió la mano para saludar a Dani y le habló respetuosa.
—Encantada de conocerla, señora Daniella.
—No me digas así, dime Dani —contestó ella y la saludó de beso en la mejilla.
—Gracias, Dani.
Anastiana respondió al beso, se volteó hacia mí y, antes de que alcanzara a tender mi mano para saludarla, me tomó por los hombros, me dio un beso en la mejilla y me dijo:
—Hola, Gerardo Cárdenas. Al fin te conozco personalmente.
Hasta ese momento consideraba que mis ideales en cuanto a belleza femenina habían sido colmados cuando conocí a Vica, pero esta joven logró impactarme por lo menos tanto como ella.
—Voy a ordenar que preparen un cuarto para Anastiana —dijo Dani.
—No te preocupes —contestó Vica—. Las dos vamos a dormir en mi alcoba —tomó a Anastiana de la mano y subieron alegres por las escaleras haciéndose comentarios sobre la belleza de la soberbia casona.
Tal sería el gesto de sorpresa en que quedó congelada mi cara, que Dani sonriendo burlona levantó la mano, con los dedos me empujó desde abajo el mentón para cerrarme la boca, y habló en tono de resignada comprensión.
—No te asustes, algún día tenía que pasar.
Sí, tenía que ser así, y la verdad era que no había nada de extraordinario en que estuviera sucediendo de esa forma. Aparte del conocimiento que yo había adquirido sobre Vica en esos años, Dani me había hablado muchas veces acerca de su desarrollo desde muy niña, cuando, huyendo de la persecución y todos los asedios que se derivaron de la tragedia del “Proyecto Eva”, llegaron hasta aquí para ocultarse de un mundo del que no habían recibido más que manipulación y agresiones. Toda la prevención, casi paranoica, que habían tenido que montar para cuidarse del acercamiento de otros seres humanos, forjó en la niña una monolítica personalidad, más que independiente, por completo excluyente. Los ciento setenta centímetros más atléticos que yo había conocido, coronados por esa sedosa cabellera ondulada de color castaño muy oscuro, casi negro, que con gracia rodeaba el blanquísimo rostro de exóticas facciones en el que brillaban vivaces los límpidos ojos de color verde muy profundo, emanaban un magnetismo que cautivaba a cuantas personas le conocían y las impulsaba a tratar de acercarse, pero parecía que el aire a su alrededor consistiera en una masa gelatinosa que, sin maltratar, impedía cualquier movimiento a menos de un metro de distancia. Aparte de Dani, algunos miembros muy cercanos del personal de “Victoria de Ló”, los enfermos e incapacitados que gozaban de su atención en la institución de salud que allí funcionaba a sus expensas, y yo, ningún otro mortal había tenido el privilegio de siquiera el contacto físico que significaba un saludo de mano. Dani y yo elucubrábamos acerca de si existiría el ser, hombre o mujer, capaz de atravesar la densa masa. Incluso lo comentamos con Vica, y la conclusión de los tres fue que si acaso lo había, tendría que ser alguien estructurado con características muy acordes, y que si llegaba a presentarse tendría que ser uno solo y único para el resto de su vida. Evidentemente ese ser era Anastiana.
—Me mata la curiosidad por descifrarla —suspiró Dani.
—Nos mata —agregué yo.
Más tarde, de nuevo reunidos los cuatro compartiendo un refrigerio en el comedor, con Dani empezamos a conocer a Anastiana y a entender su relación con Vica. Físicamente se veían muy parecidas. Aunque Vica era un año mayor y un par de centímetros menor, se veían de la misma edad y estatura, similares proporciones, el pelo muy oscuro y la piel muy blanca. Hasta las facciones limpias, clásicas y rectilíneas de Anastiana, insinuaban una semejanza con el exotismo de las de Vica. Los contrastes comenzaban de los ojos hacia adentro. Los verde profundo de Vica reflejaban esa personalidad recia y arrolladora pero afable, y los casi negros de Anastiana un carácter pleno de suavidad y ternura matizado con un dejo de misterio. El conjunto de las dos se me antojó como el complemento perfecto entre lo deseable y lo adorable. La integración entre ambas era tan indudable, que nada nos sorprendió cuando nos dijeron que habían decidido vivir juntas, y Anastiana se proponía mudarse al piso de Vica en los próximos días. Dani y yo gozamos tanto verlas moverse, oírlas hablar y reír, saltar entre las maneras decididas y enérgicas de una a las finas y elegantes de la otra, que después comentamos que era como si nos hubiéramos encontrado ante virtuosa ejecución de percusión y violines, concebida y dirigida por el propio Tchaicovsky.
Desde ahí empezamos a ser cuatro en el universo, porque en los siguientes fines de semana comprobamos que Anastiana también conocía no sólo todo lo referente a la existencia de Vica, sino también a la de Dani y la mía, y además nos prodigó un trato de dulzura y honestidad genuinas, a conciencia y sin miedo se mostró transparente y se dejó descifrar, de tal manera que comprendimos por qué había merecido el cupo en el corazón de nuestra valiosa Vica, y con lo cual se adueñó también de nuestros mejores afectos.
Dani y yo empezamos a conocer los secretos de Anastiana tres meses después, cuando hube terminado la escritura de “Operación Ameba y Serpiente”. Ese sábado celebrábamos la conclusión de la novela en el balcón del segundo piso, admirando el atardecer alrededor de unos deliciosos pasabocas y una botella de Vodka.
—Estaba loca porque terminaras rápido ese libro —me dijo Anastiana.
—¿Verdad, por qué, quieres leerlo?
—Por supuesto que quiero, pero para eso no tengo ningún afán. Lo que necesitaba era que te liberaras de la absorción de ese trabajo, para que le pusieras cuidado a otras cosas de las que he querido hablar contigo y con Dani.
—Hiciste bien en esperar —sonrió irónica Dani—. Yo también tengo represadas un par de cosas para tratar con el hombre detrás del escritor.
—Está bien, ya tengo cabeza para ustedes, pero el turno es para Anastiana que lo dijo primero, y es con ambos. ¿De qué nos quieres hablar?
Anastiana le habló a Vica.
—Cuéntales tú cómo empezó el tema entre nosotras, después yo les cuento la historia.
—Bien —aceptó Vica—. Como ya les habíamos contado, Tiana y yo congeniamos desde el día en que nos conocimos, cuando empezamos a estudiar en la facultad. Aunque los demás compañeros, y los profesores, al principio trataron de integrarnos al grupo como se supone que debe ser, ninguna de las dos llegó a congeniar con nadie más. Nos fuimos viendo aisladas del resto y nos convertimos en buenas amigas, pero la verdadera identificación profunda entre las dos comenzó, como un año después, a partir del día en que vi que entre su maletín llevaba “Proyecto Eva”, que estaba recién publicado. Desde luego sin decirle nada de mi relación con ese libro, me pareció muy interesante conocer el concepto de alguien imparcial acerca de lo que ahí se contaba, sobre todo de alguien capaz de emitir opiniones inteligentes y sensatas, como he comprobado que son las de Tiana. Para estimular sus comentarios, le mentí diciéndole que yo también iba a empezar a leerlo. Desde ahí el libro se convirtió en nuestro principal tema de conversación. Claro que yo tenía todos los motivos para que esa historia me interesara más que cualquiera, pero no entendía por qué a otra persona le pudiera impresionar tanto como lo hizo con Tiana. Se obsesionó con la historia, y, por lógica, no habría podido encontrar una interlocutora más apropiada que yo para compartir las inquietudes que le producía. Cuando terminamos la lectura y los comentarios sobre el libro, ella seguía insistiendo en el tema. Deduje que en su mente tenía que haber algún conflicto, real y personal, que ella relacionaba con el de la novela. Cuando quise averiguarlo fue que se abrió por completo conmigo, y empezó a hablarme de sí misma. Ahí ratifiqué lo que ya presentía, y era que Tiana sería la persona para la cual yo también podría abrirme, y así lo hice. La espontaneidad de esa mutua exposición, dio como resultado la pareja que ahora conformamos, y que por fortuna ustedes entienden y aceptan, porque nació de la misma matriz que la suya; de la autenticidad. Me contó sobre su familia, que como van a ver es de verdad bastante peculiar. En ella han sucedido cosas tan insólitas como en la nuestra. Las circunstancias que van a conocer les han obligado a vivir situaciones tan “inconfesables”, como pudieron ser las que vivió mi mamá con su hermano y la mujer de él; o de ambos. Esas vivencias de los tres fueron las que Tiana asoció con las de sus padres. La diferencia entre ella y yo respecto al conocimiento de esas situaciones, es que yo tuve la suerte de que mi mamá me las contara y explicara desde que era muy pequeña, por eso fui capaz de asimilarlas y hasta llegar a amarlas, porque se me hizo ver la justificación de cada uno de sus actos. Con Tiana fue muy distinto. Ella, por medio de unos documentos y otras cosas que encontró por pura casualidad, se enteró de hechos en que se vieron envueltos dos de sus seres más queridos, y que, a primera vista, no podrían ser calificados de otra forma sino como crímenes intolerables. El conocimiento de esos hechos, y la imposibilidad de aclararlos o discutirlos con los seres que más ha amado, se convirtieron en una pesadilla que ya no se siente capaz de soportar —Vica miró a Tiana y le habló cariñosa—. Ahora sigue tú.
Ella suspiró como tomando impulso y empezó a hablar.
—Sufrir por secretos familiares, a mucha gente le puede sonar como el argumento de una pésima telenovela, de ésas en las que algunos personajes, más por estupidez que por ignorancia, callan cosas como paternidades desconocidas, relaciones “prohibidas”, y otras simplezas, que se habrían podido solucionar hablando claro, como haría cualquier persona con una partícula de carácter y elemental uso de razón. Sólo personas como ustedes, que han vivido en carne propia el conflicto que puede desencadenar la revelación de un secreto realmente destructivo, pueden entender la dimensión de la carga que tiene que soportar el portador de uno de ellos. Mi familia, que incluyéndome consta de cuatro miembros, o constaba, porque dos ya murieron, es una célula separada del resto de la humanidad; algo que tampoco podrían entender sino personas como ustedes tres, que también han sabido vivir en un mundo separado del resto. Ya van a ver cómo mi familia y yo, hemos vivido bajo un inquebrantable pacto de lealtad, que es tan sólido y definido, que visto desde afuera se podría tomar incluso como una obsesión enfermiza. Cuando lo conozcan van a comprender por qué me ha maltratado tanto el hecho de que, hasta mis dieciocho años, ignoraba algo tan importante sobre dos de los componentes del mismo pacto. He encontrado imposible tratar de aclarar las cosas con el único de mis seres queridos que sigue vivo, porque no sé si hablándole de eso le pueda destrozar el alma. La gravedad de los hechos no me importa. Mi amor por esos seres es superior a cualquier conflicto, y nunca llegaría a juzgarles ni siquiera por el peor de los crímenes. Lo único que ellos podrían esperar de mi sería apoyo y comprensión incondicionales. Por eso es que me ha desconcertado hasta el punto de la agonía el hecho de saber que me lo habían ocultado, porque eso va en contra de la pétrea lealtad dentro de la cual ellos mismos me estructuraron. El único ejemplo que se me ocurre, es lo que podría sentir alguno de ustedes tres si llegara a saber que los otros dos le han estado engañando, o estafando. Sería algo que destruiría por completo su confianza en el universo entero y en su propia vida. Ése es el conflicto que me pesa desde hace casi seis años, y que sólo ahora, con Vica, la única persona en cuya autenticidad he podido creer, he compartido mi carga y sentido algo de alivio. Este tesoro que he encontrado en Vica y por su reflejo en ustedes, es algo que pienso conservar por lo que me queda de vida, pero para poder vivirlo en la plenitud que sólo se encuentra en la paz, necesito definir esto. Necesito saber si debo aclarar las cosas con esa persona que es parte de mi alma, o debo callar y sepultar las cosas sin resolverlas, lo cual sería aceptar que en el mundo no existe la posibilidad de ser totalmente honesto, ni creer en la honestidad de nadie. Vica ya me dio una opinión, pero me sugirió que lo habláramos con ustedes, lo cual encontré por completo razonable. Sólo alguien como Dani, que vivió un conflicto tan difícil, y alguien como Gerardo, quien lo supo asumir hasta el punto de escribir sobre él de la forma imparcial y respetuosa en que lo hizo, pueden comprenderlo y darme un concepto que, sumado al de Vica, me ayude a tomar la decisión de hablar o callar. Eso es lo que quiero hablar con ustedes, contarles la historia y pedir su consejo. ¿Qué me dicen?
Nos miramos con Dani. Los dos sabíamos lo frecuente y aburridor que es el que muchas personas crean que poseen la historia más original e interesante del mundo, y cuando se ven frente a un escritor recurren a las más rebuscadas disculpas y argucias, para soltársela convencidos de que lo van a dejar mudo de admiración y se van a convertir en los protagonistas del próximo “best seller” de fama mundial. Pero con los ojos nos pusimos de acuerdo en que esta vez no se trataba de cualquier necedad. El conflicto de esta joven que ahora era también parte de nuestro universo, uno más de nuestros seres queridos, tenía que ser algo de verdad muy serio.
—Por supuesto que puedes hacerlo —contestó Dani—. Cuenta con todo nuestro tiempo, y nuestro total interés.
—Gracias —respondió Tiana y abrazó a Vica—. Gracias a los tres.



Capítulo 2

El Manifiesto

1961
Los dados rojos se desplazaron caprichosos a través del tablero de cartón que reposaba sobre la cama, y se detuvieron al tiempo con uno de los primeros acordes de “Träumerei”, de Robert Schumann, cuyas apacibles y románticas notas invadían la alcoba desde el tocadiscos sobre una consola. Un dado mostraba cinco puntos blancos y el otro cuatro.
El niño de siete años, luciendo una peluca de pelo sintético azul intenso, y pequeñas estrellas brillantes de colores pegadas en el rostro, los levantó rápido.
—Ocho —dijo con seguridad y le guiñó un ojo a mamá quien sonrió con disimulo, mientras la niña de cinco años, con peluca fucsia y estrellitas brillantes en la cara, miraba expectante el tablero.
El niño tomó la ficha azul y, golpeando ceremonioso con ella uno tras otro los cuadros de colores en que se dividía el pintoresco camino que atravesaba el bosque encantado, contó hasta ocho. La ficha quedó en un tétrico espacio negro, territorio de un terrorífico monstruo peludo con las inmensas fauces abiertas en feroz expresión, y un letrero entre los afilados colmillos en el que se leía: “Castigo: debes regresar hasta el seguro anterior y esperar tu nuevo turno”. El niño, exagerando al máximo la falsa postura de tristeza y decepción, con sentida exclamación de protesta devolvió la ficha al cuadro indicado. La mamá lo miró con gesto de resignación. La niña hizo muecas de burla y rió contenta por el “fracaso” de su hermano.
—Me toca —la niña, con perlitas de sudor en la frente y el labio superior causadas por la excitación del juego y el intenso calor de la noche tropical, recogió los dados, los agitó con energía entre las manos unidas en forma de recipiente, los lanzó sobre el cartón y se quedó viéndolos rodar hasta que se detuvieron. Uno mostraba seis puntos y el otro cinco. La niña miró interrogante a la mamá.
—¡Nueve! —gritó el niño y, antes de que su hermanita tuviera tiempo de contar los puntos, ocultó los dados con la mano e hizo cara de furia.
La niña, tensa cual tahúr compulsivo observando la ruleta que giraba ante los restos de su fortuna, tomó la ficha rosada y la adelantó lentamente al tiempo que los tres en coro contaban al avance de cada cuadro; la emoción de la jugadora crecía a medida que se aproximaba al final del camino ante el mágico castillo dorado, morada del apuesto príncipe Ángelo y la hermosa princesa Anastasia. Cuando comprobó maravillada que el nueve coincidía con el espacio entre las anheladas puertas abiertas que significaban el triunfo, celebró con un estridente grito de victoria y empezó a brincar sobre el colchón haciendo saltar el tablero y las fichas. La mamá rió contenta y el niño fingió que sufría la ignominiosa derrota. La niña cayó acostada rebotando en la cama, y los otros sentados a sus lados la abrazaron y felicitaron efusivos.
—Bueno, mis muñecos... —sonrió la mamá parándose de la cama.
—¡Alto ahí, distinguida dama! —interrumpió el niño adoptando la pose que imaginaba apropiada para la dignidad en la época de los príncipes del juego—. ¡Os pido respeto! No estáis tratando con ningunos muñecos, sino con mi amada la célebre princesa Anastasia, y con éste servidor vuestro, el insigne príncipe Ángelo.
—¡Oh, disculpadme, nobles príncipes! —respondió a punto de soltar la risa—. Pero os recuerdo que ya ha rato ha caído la noche, ya disteis muerte a todos esos monstruos peludos, os encontráis a salvo en el maravilloso castillo dorado, y es hora de dormir. Os ruego que os acostéis de inmediato, si no queréis tener que hacerlo más tarde con vuestras célebres e insignes nalgas coloradas y ardientes.
—No, mami, todavía no —protestó la niña—, yo quiero seguir jugando.
—Sí, querida señora mami, démosle gusto a la princesa. Además está haciendo mucho calor para dormir—agregó el niño mientras sacudía la pijama para ventilarse.
—Pues quítense las pelucas, eso es lo que los tiene tan acalorados.
—Pero entonces, ¿Nos das permiso de acostarnos sin nada de ropa? —preguntó la niña.
—Está bien, pueden dormir desnudos pero se acuestan ya mismo —aceptó la mamá quitándoles las pelucas que luego botó sobre la consola al lado del tocadiscos.
—Todavía no somos presa del sueño, reina despiadada. ¿Por qué no nos dejáis ver televisión? —propuso el niño quitándose el pijama con alivio.
—No, mi amor. Tú sabes que a esta hora todo lo que hay en la televisión es para mayores.
—Pues le tapamos los ojos a la princesa —sonrió pícaro.
Mamá rió y la niña le mostró la lengua en mueca de insulto.
—Bueno, les propongo una cosa, se acuestan juiciosos y yo les leo un rato —dijo la mamá mientras desvestía a la niña que estirando los brazos disfrutaba la caricia del aire sobre la blanca piel.
—¿Qué nos vas a leer? —la niña desnuda se tendió sobre la cama doble.
—¡Un cuento de terror! De horribles monstruos peludos que comen princesitas acaloradas —el niño desnudo abrió los ojos café profundo y mostró los dientes tratando de asustar a la niña, quien en lugar de impresionarse le volvió a mostrar la lengua.
—No, no es ningún cuento de terror —rió la mamá mientras levantaba un libro de la mesa de noche—. Es un pasaje muy lindo que encontré en este libro, y quiero compartirlo con ustedes. Se llama: “Manifiesto de Lealtad”.
—Eso suena como muy aburrido, ¿cierto? —el niño a la hermanita.
—Pues no tiene nada de aburrido —aclaró la mamá—. Es una promesa muy linda que hace muchos años, por allá en los tiempos de los reyes y las reinas, la misma época de Ángelo y Anastasia, le escribió un niño de tu edad a sus padres y hermanos cuando atravesaban por una situación muy difícil. Quiero que lo oigan para que se acuerden de él el día que alguno de ustedes necesite del otro. ¿Lo leemos, o prefieren que les apague la luz y me vaya a otra parte a leerlo sola?
Los niños asintieron sin mucho entusiasmo y se acomodaron mirándola dispuestos a oír.
—Primero les leo el Manifiesto y después les cuento la historia. Dice así —abrió el libro en la página señalada con una cinta y leyó—: “Mi vida, mi amor, mi salud, mi bienestar, mi fortuna, y mi lealtad, son para mi familia. Nada es más importante en el mundo que ella. Nada puede llegar a superar el respeto y la obediencia a mis padres, ni el cariño, la comprensión, ni la lealtad hacia mis hermanos. Si por unirse conmigo, otra persona...—dejó de leer al oír, desde afuera de la casa de campo, el sonido de las llantas de un carro al rodar sobre el menudo cascajo que cubría la rotonda alrededor de la fuente ante la puerta principal. Por entre el chirriar sostenido de los insectos y el ladrido lejano de un perro, se oyó que alguien bajaba del carro y cerraba la portezuela.
La mamá dejó el libro sobre la cama, se paró y fue a asomarse a la ventana abierta de par en par. Los niños vieron que el rostro de ella, iluminado por la blanca luz de la luna, abandonó la expresión plácida y tranquila que reflejaba al leer, y se tornó incierta; como si la cálida brisa que le movía levemente el pelo estuviera saturada de angustia.
—¿Es papá? —preguntó el niño.
—No —respondió ella mientras por entre la ventana hacía señas con la mano de que ya bajaba. Regresó a donde los niños y les habló con cariño pero sin ocultar un creciente nerviosismo.
—A ver, mis amores, van a tener que dormirse ya. Por favor, quédense muy juiciosos y no vayan a hacer ruido. Acaba de llegar alguien con quien tengo que hablar un negocio muy delicado, y prefiero que esa persona no se dé cuenta de que ustedes están aquí. ¿Está claro? —se puso un dedo sobre los labios indicando silencio.
Las cabecitas de liso pelo castaño oscuro asintieron obedientes. Mamá les besó en la frente, les sonrió, les guiñó un ojo, apagó la luz y salió de la alcoba cerrando la puerta con cuidadoso afán.
Ellos quedaron en penumbra, mirándose aburridos y sacudiendo con los dedos el pelo apelmazado con el sudor acumulado por el calor de las pelucas, mientras oían los apresurados pasos de mamá al bajar las escaleras de madera, cambiar de tono al atravesar las lozas de mármol de la sala, y la puerta principal que se abrió y se volvió a cerrar. Confundidas entre las últimas notas de “Träumerei”, oyeron la voz de mamá y la de un hombre pero no se alcanzaba a entender lo que decían. La expresión de los niños, distorsionada por los ocasionales destellos de las estrellitas de colores en su piel, se iba afectando a medida que la conversación, ahora confundida entre una sonora pieza de Mozart, fue subiendo de tono y se convirtió en acalorada discusión, en la que ella parecía dar explicaciones que se tornaban en súplicas, y él protestaba y reclamaba en voces cada vez más altas que se volvieron violentos gritos.
El niño con la mirada endurecida se acercó al oído de su hermana, y habló con voz muy baja pero cargada de indignación:
—Ya sé quién es. Voy a ir.
Trató de bajar de la cama, pero la niña lo agarró de una mano y le habló en susurros.
—No, mamá dijo que no hiciéramos ruido, no me vayas a dejar sola. Tengo miedo.
Él, dosificando la fuerza para no lastimarla, trató de abrir los pequeños dedos que atenazaban los suyos.
—Déjame, ese señor está tratando mal a mamá, tengo que defenderla...
La niña, sintiendo que los dedos resbalaban, con la otra mano tomó el pene de su hermano y lo aprisionó con toda la fuerza. Él, sorprendido, conteniéndose para no gritar por el dolor ni reír por la curiosa reacción de la niña, unió las palmas como si rezara con fervor y la miró suplicante.
Se quedaron quietos y miraron hacia la ventana al oír el conocido ruido de otro carro que llegaba frente a la casa.
—Es papá —la niña emocionada lo soltó.
Él fue hasta la ventana y miró. Vio que papá bajaba del carro y al oír los gritos de mamá corrió hacia la puerta principal. El pequeño advirtió una sombra que se movió en la ventanilla trasera del carro del visitante, y vio el rostro de una mujer que ocultándose miraba hacia la ventana de la sala. Masajeando con cuidado los lastimados genitales, regresó a la cama y con la niña se quedaron pendientes de lo que sucedía abajo.
Ahora oían que papá discutía con el hombre y mamá rogaba llorando. De repente los gritos y el llanto se suspendieron, durante tres segundos todo se sumió en un denso silencio, y luego tronaron dos detonaciones que retumbaron lentas, como si al eco le costara penetrar el pesado aire de la oscuridad caliente. Los niños se sobresaltaron y se miraron aterrados; la niña se aferró a su hermano en busca de protección. Oyeron que mamá volvía a gritar desesperada, el hombre también vociferaba, y otra detonación estremeció la casa y los inocentes corazones que latían frenéticos. Los gritos cesaron. Los niños abrazados y congelados del miedo percibían algunos ruidos leves, como de pasos apurados sobre el mármol, la puerta principal se cerró, alguien corrió frente a la casa, la puerta de un carro se cerró, el carro arrancó patinando las ruedas sobre el cascajo, y el motor rugió furioso alejándose hasta que el ruido se disolvió en la piel crispada de los niños.
Todo quedó en silencio; no había chirridos de insectos ni ladridos de perro; los infantiles pulmones, helados, gemían tratando de procesar el pegajoso aire cálido.
El niño reaccionó y arrastró de la mano a su hermanita hasta la puerta, salieron, bajaron las escaleras, y cuando miraron hacia la sala quedaron petrificados.
En el piso de mármol, entre un charco de sangre, se veía el cuerpo inerte de papá con dos disparos en el pecho, y el de mamá, tendido sobre el sofá, con un sangrante orificio en la sien derecha y un revólver en la mano.

Al otro día en la mañana, los niños abrazados, llorando con angustia, esperaban sentados en el cojín trasero de un carro de la policía estacionado en el cascajo al lado de la fuente. Algunas lágrimas caían humedeciendo la tapa carmín con letras doradas del libro con el Manifiesto de Lealtad, que descansaba en las piernas del niño.
De la puerta principal salieron dos hombres vestidos como enfermeros llevando una camilla con un cuerpo envuelto en una sábana, la introdujeron por la parte trasera de una camioneta, y cerraron la portezuela produciendo un ruido seco, definitivo, que hizo que los niños apretaran los ojos con fuerza y se presionaran entre sí, como queriendo al estrechar el abrazo compartir más íntimamente su miedo, su estupor, su dolor.
Un hombre vio partir la camioneta y se acercó al carro. Se sentó en el cojín delantero y tomó notas en una libreta. Luego se volteó y miró a los niños con cara de comprensivo.
—Qué pena, niños. De verdad todos nosotros sentimos mucho esto que les ha pasado. Ya nos comunicamos con su abuelita en Bogotá y ella va a venir por ustedes. Si mientras tanto necesitan algo, pídanlo con toda confianza.
El niño se refregó los ojos con los dedos tratando de ocultar el llanto ante el desconocido, y la niña consumió el rostro en el pecho de su hermano buscando refugio.
—No quisiera molestarlos en este momento, pero tengo que preguntarles algo. ¿Puedo?
El niño asintió con la cabeza.
—Necesito saber si vieron u oyeron algo de lo que pasó aquí anoche.
El niño se esforzó en responder:
—No, no vimos nada, estábamos acostados arriba. Sólo oímos que discutían muy duro, y... después... los disparos.
—¿Recuerdan lo que decían cuando discutían?
—No, había música y la puerta estaba cerrada. No se alcanzaba a entender nada.
El hombre miró pensativo hacia la casa por unos segundos y luego volvió a mirar a los niños.
—¿Se dieron cuenta si con su mamá y su papá, había alguien más?
La niña iba a responder, pero el niño le apretó el brazo transmitiéndole la orden de guardar silencio y se apresuró a contestar con seguridad.
—No señor, no había nadie más.
El hombre asintió, le acarició la cabeza a la niña, bajó del carro y se dirigió a la casa. Ella desconcertada, sin comprender el por qué de la respuesta, miró a su hermano. Él acariciándola con mucho cariño la volvió a refugiar en su pecho y, con la expresión muy endurecida, se quedó mirando hacia la ventana de la sala.

En la noche, ya en casa de la abuela en Bogotá, los niños en pijama descansaban acostados en una cama. La anciana, con el alma destruida por la muerte de su única hija y aterrada por la sordidez del suceso, conteniendo ante sus nietos el llanto de amargura les arropó cariñosa y les acarició la cabeza con compasión.
—Ya, mis amorcitos. Ya se van a dormir. ¿Necesitan algo más?
La niña sonriendo triste negó con la cabeza.
—No, abuelita. Gracias —contestó el niño con lástima por la viejita—. Vete a dormir tranquila.
La abuela les dio un beso en la frente, fue hacia la puerta y desde allá les habló.
—¿Quieren que les deje la luz encendida y la puerta abierta?
—No, abuelita, no te preocupes. Por favor apágala y cierra.
La abuela apagó la luz, les mandó un beso y salió cerrando la puerta.
Luego de unos segundos en que los cansados y adoloridos pasos de la abuela se perdieron por el corredor, el niño se levantó, se desnudó, fue hasta el clóset por el libro del Manifiesto, lo trajo a la cama y se sentó en posición flor de loto mientras la niña también se quitaba la pijama.
—Ven, princesita, te voy a leer el mensaje que nos quería regalar mami —abrió el libro en la página señalada con la cinta.
La niña se sentó al lado también en posición flor de loto, y unió la cabeza a la de él mirando el libro como si también supiera leer. A la luz de la luna que alcanzaba a entrar por la ventana, el niño comenzó a leer el Manifiesto de Lealtad:
—“Mi vida, mi amor, mi salud, mi bienestar, mi fortuna, y mi lealtad, son para mi familia. Nada es más importante en el mundo que ella. Nada puede...



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